Fue en aquél momento, cuando su alma se vestía de soledad, que sintió la felicidad. Llevaba tiempo, quizá años, con el interior vacío, con solo ganas de sentarse junto a su ventana y observar la oscura y fría noche, a su vez tan cálida, mientras dejaba que las notas de una suave melodía la embaucaran. Escuchaba, miraba, sentía, soñaba, volaba. Todo lo que necesitaba estaba allí, en su interior, y también en el aire, intocable. Aún estando con otra gente, las personas sólo eran estátuas móbiles que pasaban a su lado levantando una suave pero fría brisa fugaz. Se sentía la única persona. No se veía capaz de amar o de ser amada y, si ocurría, algo iría mal. Estaba destinada a estar sola, sin nadie, pero con todo lo que le importaba: su música y la noche. Aún con su mente promíscua y liberal, debida al cariño repartido, se sentía atada a sí misma, y deseaba mucho, pero quería realmente poco. Sólo una persona podía hacerla feliz: ella misma. El llanto era su felicidad y la sonrisa, que le cansaba las mejillas de tanto fingir, su perdición. Le pesaba demasiado el alma, así que pensó en quitársela.
Por suerte todo eso queda en el pasado. Hice ese escrito hace ya mucho, y ahora estoy feliz con alguien que no soy yo misma. Te quiero.
19 d’abr. 2009
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