2 de jul. 2009

El paraíso de la libertad inconcebida

Beiba dejó la taza sobre el plato i contempló el reflejo de su rostro en el té. Recordó la noche anterior. Había tenido un sueño muy raro. Estaba en un bosque con un bebé en brazos, i sólo había un árbol que no tuviera hojas. De repente empezó a nevar i al bebé no le tocaba la nieve, sino que estaba muy calentito. Lo observó unos segundos, buscando algo raro en él que funcionara como una calefacción en miniatura, pero al no encontrar nada volvió a subir la vista hacia el árbol desnudo i se quedó pasmada. Ahora tenía hojas, unas hojas blancas i brillantes que parecían de nieve. Se acercó al árbol agarrando el bebé en sus brazos como si le fuera a pasar algo y tocó una de aquellas hojas tan extrañas. Estaba igual de calentita que el bebé, y automáticamente miró al infante: tenía la piel tan blanca como las hojas del misterioso árbol. Esto fue lo último que vio antes de despertarse.
Había sido un sueño muy raro, y la había tenido pensando un buen rato. Quería encontrarle un significado lógico, porque estaba convencida de que tenía uno.
Cogió la taza i bebió el té que quedaba. Entonces, un hombre ya mayor irrumpió en la salita. Miró por la ventana, y sin apartar la vista de ella dijo:
- Ahora tenemos que ir a visitar a tu prometido.
- De acuerdo.
Dejó la taza en la pica i se fueron. El prometido de Beiba, Motopi, no vivía precisamente lejos, porque su hogar se ubicaba justo enfrente de la casa de Beiba y su padre. Su madre había muerto justo después de que ella naciera, en el parto, y Beiba sólo había tenido un hermano, que ahora tendría catorce años menos que ella, pero murió a los seis meses desnutrido.
Motopi nunca iba a ver a Beiba; en cambio, ella iba cada dos días.
Estuvieron hablando cerca de una hora, y entonces, Beiba y su padre volvieron a casa. El hombre se quedó leyendo en la cama, pero Beiba enseguida se puso en cama y se durmió.
Estaba en un bosque donde sólo un árbol carecía de hojas, con un niño blanco agarrado de su mano derecha. Pero empezó a nevar y el niño no se mojaba; al contrario tenía la mano ardiendo. Miró el árbol y se sorprendió. De repente se había vestido con unas hojas tan blancas como la nieve. Una extraña intuición la empujó a mirar al niño, y vio que tenía la piel tan blanca como las hojas del misterioso árbol. El niño la miró y sonrió con ternura.
Beiba se despertó de golpe. Se levantó y miró su reflejo en el espejo de su diminuta habitación. Vio una cara desconcertada y llena de polvo, a causa de la antigüedad del objeto. Se pasó la mano derecha por encima de la cabeza, queriendo alisar el pelo, pues tenía un mechón sobresaliendo por arriba como un cuerno. Se quedó pasmada al ver que tenía la mano blanca como la nieve. Fue entonces cuando recordó el sueño que había tenido. Sin saber porqué, tenía ganas de volver a soñar con aquél crío. Volvió a mirar su mano y se sorprendió; ya no tenía la mano blanca, volvía a tener el color de siempre. Pensó que había sido una alucinación.
Al poco rato se había preparado para salir. Sólo quería pasear un poco, pero pronto vería que aquél paseo cambiaría su suerte quizás para siempre.
A medio paseo vio a un niño de unos ocho años que le resultó familiar. Era blanco, así que seguramente no era habitante de Nigeria. Iba solo, y parecía que conocía la aldea como la palma de su mano. Beiba le estuvo observando un rato, y adivinó que se llamaba Marcos. Le pareció un nombre un poco raro, pero le gustó. Pensó y pensó, buscando la razón por la cual aquél niño le sonaba tanto, y de repente se acordó. Era el niño del sueño.
El niño se le acercó, y le habló perfectamente con el idioma nigeriano.
- Perdone, ¿es usted de aquí?
- Sí, ¿por qué lo quieres saber?
- Porque la he visto ya unas cuantas veces, y éste pueblo es pequeño.
- ¿Qué quieres decir? ¡Yo no te había visto nunca por aquí!
El niño sonrió con picardía:
- Es que tengo que estar siempre con mi padre, pero hoy tenía que hacer algo urgente y me ha dejado aquí con la señora Ramotswe, que es una conocida de la familia.
- ¿Y por qué estás en Nigeria?
- Porque des de pequeño mi padre venía aquí. Yo no conocí a mis abuelos, porque murieron en un accidente mientras daban una vuelta en avioneta, aquí en Nigeria. Mi padre tenía cuatro años, y le tuvo que cuidar la madre de la señora Ramotswe. Por eso la conocemos. Ahora venimos aquí cuando en España es verano, para visitar el segundo hogar de mi padre y a la señora Ramotswe.
- ¡Eso explica porque hablas tan bien el idioma!
- ¡Gracias!
En aquél momento salió una señora de la casa que el niño tenía detrás. Era una señora nigeriana ya mayor, de la edad aproximadamente del padre de Beiba. Hicieron las presentaciones. La señora Ramotswe era una señora muy simpática, y enseguida invitó a Beiba a comer. Hacía mucho tiempo que Beiba no comía tan a gusto, y lo pasó muy bien, porque Marcos era muy divertido y enérgico. Terminó de pasar el día con ellos, y después se fue a casa. Su padre no estaba, la cual cosa quería decir que, como hacía muy a menudo, se había ido al pueblo de al lado a pasar la noche.
Esta vez Beiba tardó en dormirse. Desde la cama observaba la noche, mirando por la ventana que estaba al lado de la cama. Cuando por fin concilió el sueño era ya muy tarde.
Estaba en un bosque con alguien agarrado de su mano derecha. Había un árbol que no tenía hojas, sólo uno. Miró hacia su acompañante: era un hombre blanco que, a juzgar por su presencia, tenía su misma edad. Sintió algo indescriptible dentro de ella, como si naciera algo dentro de su corazón. El hombre la sonrió. Ella le devolvió el gesto, tímidamente, y de repente se puso a nevar. A él no le tocaba la nieve, y la piel no la tenía tan fría como ella. Sin embargo, su piel se había vuelto tan blanca como la nieve. Mecánicamente, Beiba giró la cabeza hacia el árbol sin hojas y vio que ahora tenía hojas blancas que parecían hechas de nieve, pero enseguida se volvieron rojas, algunas con tonos rosados, y crecieron flores. Las flores cayeron y salieron manzanas. Era como el círculo de vida del árbol pasado en segundos. Beiba tocó una manzana y ya no vio nada más.
Era temprano por la mañana. Se vistió y salió; aún era casi de noche, el sol empezaba a despertarse tras unas colinas dormidas, sin vida despierta. Los animales, las personas estaban durmiendo. Incluso las plantas parecía que durmieran.
Beiba pensó en el sueño: el hombre le recordaba a alguien, pero no sabía a quién. Se acordó de que tenía que visitar a su prometido al anochecer, y pensó en no hacerlo, en escapar. Claro que era una idea absurda, una fantasía imposible de hacer realidad, pero era un deseo que le gustaría cumplir, egoístamente.
El sol cada vez era más fuerte, y Beiba se acordó de Marcos. Se fue hacia la casa de la señora Ramotswe, a ver si estaban ambos por allí, y se quedó a cuadros.
Vio a la señora Ramotswe sentada en una silla, fuera de la casa, observando a un hombre y a un niño. El niño era Marcos, pero el hombre era desconocido. Aún así le sonaba mucho su sonrisa. De repente se acordó.
El hombre de su último sueño estaba allí, con Marcos, jugando. El chico la vio y la llamó. Beiba se puso muy nerviosa, y en cuanto la vio, el hombre se puso rojo. Parecía muy tímido.
- Mira, Beiba, este es mi padre. Se llama Miguel.
Miguel. Le gustaba. Supo enseguida que era amor a primera vista. Pero tenía un hijo.
Estuvieron hablando un buen rato, y se lo pasaron muy bien. Miguel también era divertido, pero no tan enérgico como su hijo, pues su vergüenza le impedía serlo.
- ¿Y dónde está tu madre, Marcos?
- Murió cuando yo tenía un año.
- Lo siento.
- No pasa nada –el chaval sonrió feliz-. Mi padre me cuida muy bien, y yo quería a mi madre muchísimo y la sigo queriendo. Pero como casi no la conocí, he crecido y he aprendido a vivir sin ella. No sé qué es tener una madre, pero mi padre es también mi madre.
A la hora de comer, Beiba se fue a su casa. Justo después de comer tenía que ir a casa de su prometido, y le tocaba pasar toda la tarde con él. Su padre comería con ella, pero les dejaría solos después.
Cuando llegó, su padre la estaba esperando. Había parado la mesa y estaba sentado con el babero puesto y el cuchillo y el tenedor cogidos cada uno con una mano, como un niño pequeño. La comida también estaba preparada, pues el padre de Beiba sabía cocinar y lo demostraba, pero siempre había sido Beiba la que servía la comida.
Cuando terminaron de comer, el padre de la chica se fue, y no pasaron ni cinco minutos que llamaron a la puerta. Beiba fue a abrir, y el corazón le dio un salto. Los visitantes eran Miguel y Marcos.
- ¡Hola Beiba! ¿Quieres venir con nosotros?
- Sabemos que te han prometido en contra de tu voluntad, y queremos ayudarte.
- Ven con nosotros a España, ¡allí estarás muy bien!
- Por favor, queremos que vengas, nosotros nos vamos al anochecer en avión. Marcos te ha cogido cariño, y no quiere irse. Es un cabezota, y si no vienes…
Beiba les dijo que no podía dejar a su prometido así, pero Miguel le contestó que ellos tampoco la podían dejar así a ella, y que Motopi ya encontraría a alguien a quién amar de verdad. Insistieron tanto que Beiba les confesó las ganas que tenía de irse muy lejos. Igualmente su padre no la quería; a quién quería era a Motopi, y podría quedarse a vivir con él.
Al final cogieron cuatro cosas y se fueron. Beiba era feliz y, enamorada como estaba, era capaz de dejar lo poco que tenía para estar junto a Miguel y Marcos. Se sentía libre. Subieron al avión hacia España y Beiba sintió que una mano le cogía la suya. Miró las manos unidas y vio que eran blancas como la nieve. Miró a Miguel y le sonrió. Él estaba sentado al lado de ella, cogiéndole la mano, y así se durmió Beiba.
Estaba en un bosque donde había un árbol que no tenía ni una hoja; el resto de árboles tenían hojas normales. Cogía a una persona de la mano. La miró y vio que era un señor mayor, blanco. Empezó a nevar, pero al hombre no le tocaba la nieve. Miró el árbol y vio que tenía hojas blancas. Volvió la vista hacia el anciano y se fijó en que se parecía un poco a Miguel.
Se había despertado de golpe. Miró a un lado y a otro y vio a un anciano muy parecido a Miguel observándola.
- Buenos días, Beiba. ¿Cómo has dormido?
- Bien, Miguel. ¿Hace mucho que estás aquí?
- No mucho.
Se levantó y se dirigió hacia el espejo de la salita. Miró su reflejo y vio una cara nigeriana anciana con unos ojos oscuros que un día, hace tiempo, habían expresado el deseo de libertad, la tristeza, y que ahora brillaban de felicidad, una felicidad que había llegado gracias al amor.

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