31 d’ag. 2010

Dulces pesadillas

- Estrella de mi corazón…
Yo no te oía, pero tú me llamabas mientras yo, subida a aquél escenario, me dejaba la piel en él.
Era un día nuboso como otro cualquiera de aquella época. Al contrario que en la mayoría de historias que se suelen contar, los pájaros no cantaban, las flores no tenían color, el cielo no era azul, el sol no brillaba, ni la luna tampoco. Las luces iluminaban aquél antro oscuro sin pena ni gloria, alguna incluso se averió durante el concierto.
Era un día nuboso como otro cualquiera de aquella época.
- Canta para mí!
No te veía ni te oía. Ni siquiera sabía si estabas entre los cuatro borrachos que asistían al espectáculo. Sin embargo te sentía y sabía lo que estabas pensando. Para mí era como leer las estrellas mirando con lupa su reflejo en el agua de un charco.

Al acabar el concierto, después de esquivar la evidente proposición sexual de un borracho que hizo que me sintiera un pedazo de carne con guinda (otra vez) y de no recibir ninguna felicitación a parte de la que mis compañeros fielmente me daban después de cada actuación, me puse la chaqueta y salí del antro. La calle estaba oscura. Eran las tres de la madrugada y no había ninguna farola encendida. La única luz que había, aunque débil, era la de una habitación donde una madre intentaba calmar a su bebé, que lloraba y chillaba por quién sabe qué razón. Me hubiera gustado poder unirme al crío.
A partir de ese momento no recuerdo nada más. Creo que me desmayé, me sentía muy débil. Pero al despertarme estaba corriendo bajo la lluvia con la respiración muy agitada y los ojos abiertos como platos, aterrorizada.
- Estrella, hermosa, no huyas, cántame…
Corría desesperadamente, resbalándome y chocándome contra todo lo que encontraba por mi camino, pero no avanzaba. Era como correr en una cinta de un gimnasio.
Entonces miré atrás. Fue cuando descubrí que los sueños te persiguen.